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(1939-2395) 
 
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La Divinidad eterna comienza a hablar a su hijo, que ha regresado, en el santo de los santos del templo de la vida  2088. Y en esta revelación del infinito y la eternidad del océano de luz, el Padre eterno transmite la experiencia de inmortalidad y la conciencia cósmica a su hijo, que ha regresado. En el resplandor del mar de luz, el hijo de Dios de regreso siente que el espíritu y el pensamiento de su Padre todopoderoso lo cubre, con visiones y habla. Con la siguiente manifestación de pensamiento o transmisión de conciencia sobrenatural tomó Dios al hombre recién creado «a su imagen» en su corazón e inició a su hijo eterno en el misterio de la vida. Y a través del espacio resonó la voz del Todopoderoso:
      «¡Mi querido y amado hijo! Ahora, uno conmigo, estás en las cumbres más elevadas de la vida. Despojado de materia, estás aquí fuera de las formas y cosas. Estás fuera del espacio y el tiempo, fuera de tiempos y distancias. Experimentas aquí, conmigo, tu existencia eterna, la existencia que tú siempre has tenido tras tu ser en las dimensiones de espacio y tiempo, tras tu nacimiento y muerte físicas, tras tu juventud y vejez, tras tu conocimiento e ignorancia, tras tu perfección e imperfección. Pero, como no sabías que tenías esta existencia eterna, fuera del espacio y el tiempo, aquí conmigo, y no conocías tu alta identidad como mi amado hijo, tuve que transformar tu espíritu, renovar tus sentidos y, de este modo, ponerte en condiciones de ver y experimentar lo que se ha puesto de relieve, y con lo cual toda la luz se le hace accesible a la conciencia diurna despierta, a saber, «la oscuridad». Poniendo la oscuridad bajo tu voluntad, te creé la posibilidad de salir de la ignorancia que te impedía conocer la diferencia entre «bien» y «mal». Ahora podías experimentar libremente con estas inclinaciones, deseos y satisfacciones. Podías odiar y perseguir, matar y mutilar, cuando opinabas que era el camino que debías seguir. Podías robar, mentir y engañar, cuando creías que era tu condición de vida. Pero, a pesar de los beneficios temporales que eventualmente te proporcionaba tu modo de ser, poco a poco descubriste que tenías miedo. Fuiste perseguido a muerte y tenías que estar todo el tiempo en guardia, fueras donde fueras y estuvieras donde estuvieras. Tuviste que encontrar métodos refinados, por medio de los cuales podías ser superior a tus semejantes, en caso contrario eran ellos los superiores. A veces terminaste en la esclavitud y la servidumbre, fuiste una mercancía en la venta a la mejor oferta, torturado, atormentado y azotado hasta la muerte, porque a veces tratabas de oponer resistencia, del mismo modo que tú mismo has sido capataz de esclavos y has explotado a otros hombres hasta la muerte. Pero no se te podía matar. Naciste una y otra vez volviéndote cada vez más refinado en tu búsqueda de medios para abrirte camino a codazos entre tus semejantes y vivir bien a costa de ellos. Te convertiste en un presunto «hombre de cultura» y formaste con seres afines sociedades «civilizadas» o «estados basados en la cultura». Aquí se podían comenzar a ver débiles indicios de mi incipiente imagen en el interior de tu ser. Un movimiento inmenso, un incipiente intelectualismo «humano» cambió lentamente tu mundo. Sometiste millones y millones de caballos de fuerza de la naturaleza. Pusiste la naturaleza a trabajar para ti. Te llevó por continentes y mares, por encima de las nubes y de las más altas cimas de las montañas. Te condujo a través de los secretos de los mares, y te llevó de polo a polo. Unas máquinas trabajaron para ti y arrojaron millares de objetos útiles. La naturaleza fue, de este modo, llevada a soportar tus cargas. Sólo necesitabas apretar botones y contactos, girar grifos, entonces tenías luz, calor y agua y muchas más cosas. Ascensores te ascendieron a la cúspide de los rascacielos y te descendieron de nuevo. Por medio de otras máquinas pudiste multiplicar tus pensamientos en forma de libros, revistas y fotografías. Por medio de la radio y la televisión pudiste ver los acontecimientos del mundo en casa, en tu propia sala. Pero, en medio de estos incipientes esplendores humanos o bienes culturales fuiste, en realidad, más desdichado que los animales feroces del bosque. A veces te moriste de frío en los terrenos helados de las regiones árticas y languideciste hasta la muerte en los desiertos de arena ardiente de los trópicos. En ocasiones te caíste de alturas inmensas y sufriste un accidente, y en ocasiones tuviste que dejar tu cuerpo en las profundidades de los mares y sus ocultos abismos. Pero como hijo mío seguiste sin poder ser asesinado. Resucitaste una y otra vez en un nuevo cuerpo. Fuiste cada vez más genial en el dominio de la materia. Comenzaste a moverte a una velocidad que sobrepasaba la velocidad del sonido. Experiencias que antes exigían meses para ser experimentadas podías experimentarlas ahora en un número similar de días y semanas. Tu conciencia se expandía a pasos agigantados».


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