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En el vestíbulo de la morada eterna de Dios  1976. Comenzamos nuestra marcha consciente por el reino de Dios en una zona con la que estamos especialmente familiarizados. Repentinamente nos encontramos bajo un sol radiante. A nuestro alrededor, un cálido día de verano brilla y resplandece con todo su enorme despliegue. Los pájaros lanzan su alborozado canto al cielo. Los prados están recubiertos por la más espléndida alfombra de flores que uno se puede imaginar. Aquí centellea la más genial ostentación del arte de la vida manifestada en colores. Vemos un mundo en su grado más alto de despliegue creador con los hermosos colores del espectro solar. Una riqueza de fragantes aromas llena el aire con vitaminas psíquicas que, a su vez, son alimento para la región del alma, ya que son factores vivificantes que crean luz y bienestar en la mente. Más allá del hermoso océano de colores del reino de las flores, vislumbramos entre dos colinas la superficie azul del mar. Aquí vemos barcos lejanos dirigirse a todo vapor y a toda vela hacia los océanos de la Tierra con hombres, mercancías y oro. Sobre nuestras cabezas vemos un resplandeciente pájaro de plata con su preciosa carga de vida y bienes dirigirse todavía a mayor velocidad hacia lejanos aeropuertos del mundo, hacia ciudades millonarias con hombres, razas y pueblos desconocidos. Ahora ha desaparecido, y su zumbido ha sido sustituido por un sonido semejante al de un pequeño insecto, que volando con la misma energía se dirige a destinos lejanos con quehaceres igual de importantes en la esfera de vida de este pequeño ser. En el prado yacen las vacas, perezosas por el calor del sol, rumiando. Una mariposa revolotea aquí y allá en la calima, mientras una pequeña lagartija toma confiada el sol en la arena de la ladera cerca de nosotros. En los campos de los alrededores vemos gente bronceada por el sol y trabajando con la siembra y cosecha que en el futuro dará pan a muchas almas. Junto a la costa, los bañistas, jóvenes y viejos, juguetean en las olas verde-azules para retomar fuerzas para el trabajo en oficinas, talleres y otras ocupaciones los restantes meses del año. Todo es vida radiante. Y todo está bañado en la inmensa fuerza de la gran fuente de la vida. Todo vibra con calor y luz y da vida y alegría.
      Así, tenemos aquí ante nosotros la culminación de vida de un radiante día de verano. Este espectáculo no nos es desconocido. Lo esencial del panorama de un día de verano así lo hemos experimentado a lo largo de muchas encarnaciones. Pero con lo que, al contrario, no estamos tan familiarizados es con el hecho de que esta profusión divina de luz es la incipiente débil sensación de la gloria luminosa de Dios o atmósfera ultraterrena que siempre hay alrededor del «templo de la vida» o «la casa del Padre», en cuyo interior se nos obsequia con la experiencia de la vida. En este templo, Dios insufla a los seres vivos su espíritu divino y transforma, de este modo, al animal en el hombre a su imagen. En la profusión luminosa del día de verano estamos en el vestíbulo de Dios. Aquí, el hijo pródigo de Dios encuentra de nuevo a su Padre celestial.


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