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(1591-1938) 
 
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El amor de Jesús no era «amor de un ser de sexo masculino» ni «amor de un ser de sexo femenino» basado en los órganos de la unipolaridad  1721. Se ha estado, por consiguiente, en condiciones de constatar que Jesucristo divergía de otros hombres en el hecho de que no pretendía a la mujer ni tenía como objetivo ningún matrimonio y, por consiguiente, tampoco tenía celos. Su amor no se basaba en un sexo determinado. Acaso no se ha designado en la Biblia al apóstol Juan como «aquel, al que Jesús amaba». Para Jesús no era, por lo tanto, ningún pecado amar a un ser de su propio sexo. ¿No fue, acaso, el amor de Pedro por Jesús lo que hizo que el Maestro lo llamase «Pedro», que significa «roca»? No fue después de que Pedro hubiera respondido a la insistente y tres veces repetida pregunta del Maestro, «Simón, hijo de Juan, me amas más que éstos», que Pedro el mismo número de veces le aseguró su amor respondiendo: «Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero». Pero querer a alguien es lo mismo que tener amor hacia esa o esas personas. Quererlas es lo mismo que amarlas. Pedro amaba, por consiguiente, a Jesús. Este amor no era cortesía ordinaria, una especie de «buena educación», una especie de «etiqueta» aprendida por medio de la que uno puede camuflar su naturaleza, por lo demás, grosera. Era verdaderamente un amor orgánico según la regla «amarás al prójimo como a ti mismo». De lo que hablamos aquí no es de una simpatía especialmente de sexo masculino ni de sexo femenino, basada en los órganos de la unipolaridad. Jesús no dice, amarás al sexo contrario como a ti mismo, sino que, en cambio, dice explícitamente que es al prójimo al que tiene que amarse de esta manera tan superior. Para él el prójimo, tanto los seres de sexo masculino como los de sexo femenino, era en realidad una especie de «sexo contrario». Este «sexo contrario» era simplemente el ser vivo en forma de cualquiera que entrase en la esfera de sus sentidos o percepción. Tenía que ser cualquier ser vivo, que en una situación determinada era, precisamente, de un modo literal el más cercano, tanto en el espacio como en el tiempo, independientemente del parentesco, de la raza, clase social, estadio o espíritu. En verdad, un amor divino, una mentalidad a «imagen de Dios», una actitud digna de una divinidad. No es extraño que autoridades eclesiásticas masculinas, unipolares posteriormente sólo hayan visto a este ser y a su extraña e incomprensible actitud de amor como algo que estaba más allá de toda capacidad y modo de ser humano terreno, algo que sólo podía ser llevado a cabo por una divinidad o un ser que era directamente hijo de la Divinidad.


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