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(1591-1938) 
 
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Si el ser femenino no fuera una condición vital para el ser masculino en su forma más pura. No es sólo en «la mar más revuelta» donde la mano de Dios guía y sostiene al hijo de Dios o ser vivo  1598. Este «amor» sólo puede manifestarse o desencadenarse aquí en contacto con el ser «femenino». Este ser es una condición vital, igual que alimento y la protección contra el viento y el clima. Y aquí estamos ante el ser con mayor concentración de egoísmo. Si en este ser no se hubiera, precisamente, depositado la dependencia vital del sexo contrario, un ser así sería una encarnación al cien por cien del principio mortífero, sería la verdadera muerte que lo demolería todo, que lo mataría todo, revelada en forma de un ser vivo. La Tierra poblada con seres así sería lo mismo que un planeta, cuyo símbolo o emblema principal tendría que ser «el hombre con la guadaña», dado que este funcionario de la muerte sería lo único vivo en el planeta. Pero, afortunadamente, la oscuridad no está tan totalmente desprovista de la proximidad de Dios. La frase eterna: «en él vivimos, nos movemos y somos» también está en vigor aquí. Indudablemente, en el ciclo cósmico de espiral hay oscuridad, los seres, en el peor de los casos, asesinan, matan y se comen mutuamente los organismos, pero, precisamente, en virtud de que se producen situaciones en que dejar que los seres de sexo contrario vivan es una necesidad condicionante de vida, la zona de la oscuridad no puede ser total o al cien por cien oscura. La luz celestial encarnada en carne y sangre y revelada como un ser «femenino» brilla aquí como un supremo reflejo luminoso de una fuente sobrenatural o celestial de rayos, de un paraíso, de un jardín divino que el ser de la oscuridad una vez abandonó. En medio de esta oscura esfera «masculina» de muerte, donde no puede pensarse ningún pensamiento amoroso, y donde ha desaparecido toda esperanza de no tener que ser alimento de otros seres, si uno mismo no mata o extermina a estos seres, nos encontramos en el último lugar al que llegan los rayos de la gloria luminosa del Padre eterno. La luz celestial no puede, por lo tanto, apagarse. En verdad, no es sólo en «la mar más revuelta» que la mano de Dios guía y sostiene al ser, sino que el Padre eterno también acompaña a su hijo a través de la más profunda oscuridad.


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