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Amar al prójimo independientemente de sus producciones es amar a Dios sobre todas las cosas. Y sólo este amor es lo mismo que adorar a Dios en "espíritu y verdad". Y sólo por medio de él nos convertimos en uno con el Padre, la verdad y la vida   704. Estas cosas, en las que, de esta manera, tenemos que amar a nuestro prójimo, son todas ellas fenómenos que forman parte del concepto "cosas creadas". Con ello queda claro que por encima de las manifestaciones hay que amar al ser vivo tras las manifestaciones. Éstas vienen en último término. Lo que un ser vivo puede crear no tiene, así pues, que ser lo principal en nuestro amor al prójimo, porque en este caso, amamos estas cosas creadas más que al prójimo. El prójimo tiene que amarse, claro está, por encima de las cosas. Si las cosas son las que deciden nuestro amor al prójimo, sólo los grandes genios y los artistas eminentes, que pueden crear o producir cosas maravillosas de un intelectualismo culminante, serán amados, mientras que ignoraremos al ser menos inteligente o que sólo tiene una pequeña facultad creadora, incipiente y pobre. ¿Y qué pasa con nuestro amor a aquellos que llamamos "asesinos", "ladrones", "criminales", "bandidos" o a los seres que producen cosas que directamente no nos favorecen? ¿No sucede que juzgamos, despreciamos y odiamos a estos seres? Con respecto a esto, ¿no son, acaso, más bien las cosas las que dirigen nuestras simpatías y antipatías que el ser tras las cosas? ¿Dónde está nuestro amor a este prójimo? Si está ausente, esto quiere decir, por consiguiente, que aquí nos encontramos en un campo en el que nos falta amor a la Divinidad. Amar a su prójimo independientemente de las cosas, independientemente de su apariencia y creaciones es poner a este prójimo por encima de las cosas, es "amar a Dios sobre todas las cosas". Y es esta forma de simpatía o amor callado la que adora a Dios en "espíritu y verdad". Y sólo teniendo esta relación con su prójimo se descubrirá que con este amor, y sólo con él, uno puede estar frente a la profusión de rayos de la Divinidad. Y sólo esta profusión de rayos puede ser "la imagen de Dios". Y sólo esta "imagen" puede ser la verdadera luz de nuestros corazones, puede brillar y resplandecer a través de nuestros ojos, comunicar sabiduría a nuestras palabras, llevar nuestro yo a comprender, nuestro espíritu a perdonar y nuestras manos a acariciar y, de este modo, confirmar la alta naturaleza espiritual de nuestro espíritu, es decir, el ser uno con el Padre, el camino y la vida.


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