Lee y busca en El Tercer Testamento
   Cap.:  
(1-16) 
 
Búsqueda avanzada
Índice de Pascua   

 

 
Capítulo 7
Un «dios-hombre» desvía el curso espiritual de la tierra hacia la luz y el amor
Tras haber asistido, de este modo, al gran oficio religioso de Sión, tras haber presenciado este universal drama del mundo en el cual el modelo para la creación del hombre perfecto – el plan de la historia futura de la Tierra – fue presentado ante las miradas asombradas de las generaciones de dos mil años, recordaremos los detalles concretos de los grandes acontecimientos de modo que éstos lleguen a estar más claros en nuestra conciencia.
      En los primeros rayos de luz naciente del oficio religioso sobrenatural, vemos a un niño que crece en un ambiente pobre pero que tiene una íntima y excepcional relación con su Padre celestial. Al mismo tiempo, este niño posee una receptividad tal con respecto a la naturaleza y a la fuerza del espíritu santo, que al comienzo de su edad adulta comienza a ser percibido por quienes le rodean como una cálida fuente de calor cuya «agua viva» limpia «la lepra»; como un sol brillante cuya luz penetra a través de los ojos «ciegos»; como el estimulante origen de un amor que vive en la alegría de «perdonar los pecados», perdonar a sus semejantes; como una revelación de un sentimiento de la cercanía de Dios. Un Dios que todo lo penetra, que hace que «espíritus impuros» y malas tendencias «sean expulsados», que hace que la oscuridad deba apartarse, que los desdichados recobren su salud. Se trata de una voluntad divina sobrenatural tal que «apacigua la tormenta» del gran océano mental de las pasiones humanas, que suscita el silencio y que, por medio de una mirada maravillosa y llena de paz sobre el mar, hace que «la barca», la tierra, la humanidad con los leales discípulos del amor, sean conducidas al gran puerto salvador de la luz. Es un ser que, como el Padre, se tutea con ricos y pobres, con poderosos y humildes, con buenos y malos, que tiene relación con «pecadores» y «publicanos», y que se encuentra a sí mismo o ve a Dios en todos los seres vivos.
      Pero este brillante modo de ser aún no era la culminación del gran oficio religioso, era solamente el elemento accesorio alrededor del propio núcleo de esa maravilla que iba a suceder. Esa interpretación cotidiana de la grandeza, de la sublimidad, de la divinidad, era solamente la fresca brisa de mar que inevitablemente se percibe en las cercanías de la costa, pero no era lo suficientemente fuerte como para atravesar esa atmósfera negra como el carbón, llena de barbarie y moral de venganza. El Nazareno, calificado de insensato o loco, habría ido de modo irrevocable a la gran tumba del olvido. Su modo de ser no habría podido, en absoluto, alcanzar a las generaciones de siglos remotos si el espíritu santo no se hubiese manifestado de una manera más poderosa por medio de él. Pero aunque esta faceta de su modo de ser no tenía la fuerza suficiente como para dominar fue, sin embargo, lo suficientemente fuerte como para crear una reacción tal – un fondo oscuro tan penetrante – que el gran oficio religioso se dibujó, como en una especie de contraste, de un modo claro y nítido en todos sus detalles hasta el punto de que éstos desde la lejanía de milenios podrían ser comprendidos o leídos con sorprendente claridad por millones de hombres. Aún hoy, las eternas palabras activadas desde hace mucho tiempo por dicho oficio religioso han atravesado los continentes y han vibrado hasta el último confín de la Tierra.
      En este fondo oscuro, vemos la conciencia de ese resplandeciente hombre-dios dibujarse brillante y penetrante en todos sus diversos matices. El hombre de la Tierra puede aquí estudiar el modelo de su futura transfiguración, de su futuro ser «uno con el Padre». Una mirada retrospectiva a la cruz del Gólgota descubre «el camino, la verdad y la vida». Aquí se es testimonio del único modo de ser, con respecto al sufrimiento, que puede hacer que el animal «resucite» como hombre.*
      Cualquier grado de sufrimiento imaginable que el hombre de la Tierra encuentra en su vida diaria lo vemos aquí, en el Gólgota, en una refinada concentración. La más sutil activación de las incomprensiones, de la envidia, del desprecio, de la calumnia, de la venganza, del desdén, de la burla humanos, culmina en la fijación – por medio de clavos – de un hombre desnudo y coronado de espinas a una cruz que se alza sobre las cabezas despiadadas de la muchedumbre. En sus manos y pies clavados a la cruz, cada movimiento, por pequeño que sea, supone un descuartizamiento ulterior de su carne y de sus nervios y es causa de inmensos sufrimientos. Su cuerpo febril está empapado de sudor. Es incapaz de detener las gotas de sangre que caen de la corona de espinas; algunas de ellas velan sus ojos, y a través de su propia sangre el redentor del mundo ve, durante unos pocos segundos, la última imagen de sus verdugos. A través de este panorama rojo, percibe sus actos de amor, su lucha por la verdad; una verdad que ha sido equiparada con las manifestaciones de ladrones y asesinos y juzgada del mismo modo que ellas. A través del fuego que abrasa sus venas y de la sed atormentadora, murmura su lengua seca: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Y he aquí que, en ese momento, se ha iniciado un contacto – a un nivel superior – entre el Padre celestial y el hijo elegido. El espíritu santo ha comenzado a vibrar por ese sistema nervioso sobrecargado pero cuya delicadeza se ha acentuado. La imagen roja se descompone y, con una claridad divina, ve ahora a sus verdugos como hermanos menores, inexpertos. Y en una última onda amorosa que atraviesa su cuerpo extenuado y mutilado los acoge en su corazón. Pero en este mismo momento, los fundamentos del continente tiemblan, el sol se eclipsa, la tierra se agrieta y el rayo cae en el mismo templo y destruye la barrera que impedía el paso a lo más santo. Una angustia de muerte se extiende entre la muchedumbre asesina antes tan segura de sí misma y tan despiadada, y muchos de ellos, temblando, se arrastran hacia la cruz. Pero por encima de la multitud, entre la oscuridad, brillan los rayos santos e invisibles del espíritu de Dios. De los labios del hijo del hombre vibran, a través del espacio, estas palabras: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Pero con esta profusión de luz sobrenatural, el curso espiritual de la Tierra vira hacia una nueva fase. Un evangelio de amor, un dios de amor se ha hecho visible allí donde anteriormente se creía que habitaba la ira, la venganza y el castigo. Una relación íntima entre un ser de carne y hueso y el origen del universo se ha manifestado. El hombre de la Tierra ha recibido un mensaje de su Padre eterno, pero el mensajero ha vuelto su mirada hacia el cielo. El mártir divino ha sido liberado de sus postreros sufrimientos por la frescura de una débil brisa que ha atravesado su cuerpo, y las eternas palabras «Todo está consumado» han vibrado a través del mundo como una nueva aureola luminosa.
      Ese hijo de Dios coronado de espinas ha abierto sus ojos, en un último esfuerzo, para mirar a la amada humanidad que está a los pies de la cruz. Y con esta imagen en su mirada a punto de quebrarse, el enviado de Dios ha abandonado el mundo físico. Con las últimas vibraciones languidecíentes de los pálidos labios: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», se indica que el camino del hijo de Dios se dirige hacia el reino de la luz. Algo más que una Pero la cruz se ha transformado en el símbolo de la luz para los siglos venideros.
 
____________
* Notas aclaratorias de la traductora: Todos los seres vivos pasan, en su caminar eterno, diversas zonas de evolución. Martinus considera al hombre de la Tierra – juzgado en su conjunto – como perteneciente todavía al reino animal, aunque en camino hacia el auténtico reino humano.


Comentarios pueden mandarse al Martinus-Institut.
Información de errores y faltas y problemas técnicos puede mandarse a webmaster.