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Capítulo 6
Lo que vimos en el resplandor del redentor del mundo
El citado modelo se ha transformado en un ideal para la humanidad, en una gran luz, un sol cuyos rayos se abrieron camino hasta los pueblos de todo el mundo. En el resplandor de estos primeros y débiles rayos se dibujan ante nosotros las siluetas de las torres y las cúpulas de Jerusalén, las líneas confusas del huerto de los olivos. El resplandor se aproxima. El tiempo desaparece. Nos percatamos del idilio en el huerto de Getsemaní, oímos el tranquilo murmullo del arroyo del valle de Cedrón, percibimos la suave brisa del lago de Genesaret. Por los campos, al pie de la montaña, se acerca un pequeño grupo de hombres. En medio de ellos camina un hombre en la plenitud de su edad. Va vestido con una toga roja, sus pies calzan sandalias y lleva la cabeza descubierta. Sólo las negras mechas rizadas enmarcan ese hermoso rostro. La claridad centelleante de sus ojos, junto con la pureza de su lenguaje y su elevada sabiduría, es lo único que, posiblemente, puede revelar que aquí se es testigo del sol mental creciente que iluminará a millones de hombres, del futuro redentor de la humanidad: Jesús de Nazaret.
      El pequeño grupo va de camino hacia Jerusalén. Una gran misión promete mostrarse en todas sus facetas. Una redención del mundo va a ser manifestada. El mayor oficio religioso de la Tierra: la demostración de ese modo de ser que salva al mundo de la oscuridad; la coronación de un rey – que no es de este mundo – se va a revelar.
      El citado oficio religioso, a pesar de que abarca solamente tres días, tiene las generaciones de los dos milenios futuros como auditorio. Hay representantes de todos los pueblos, de todas las clases sociales.
      El protagonista de la gran ceremonia, el mayor sumo sacerdote del mundo, el hombre de la toga roja, ha alcanzado ahora, con su cortejo, Jerusalén, el Gólgota, supremo altar de ese acto religioso de alcance mundial.
      A través de temblores de tierra y oscuridad, a través de rayos y truenos, a través de gritos y chillidos, sufrimiento y muerte, surgen ahora inmensos conos luminosos de la oscura silueta del Gólgota. El velo del templo se rasga. Todos los pueblos de la Tierra tienen acceso a lo más sagrado. Ese gran oficio religioso salvador del mundo ha comenzado. El espíritu santo ilumina el mundo.
      En el primer resplandor matutino de esta luz divina vislumbramos ahora claramente Belén, Nazaret, el río Jordán, el desierto, Cafarnaúm, el lago de Genesaret, Betania. En el apogeo del mediodía, encontramos Jerusalén, el patio del sumo sacerdote, la fortaleza de Pilatos, La Vía Dolorosa, las cruces en el Gólgota, el sepulcro de la resurrección bañado en luz. Y en el resplandor del atardecer grita a lo lejos – tras la sombra de las fortificaciones, los fortines, los cañones, los tanques de guerra, las trincheras, las revoluciones y los seres sin posibilidades de subsistencia, sin recursos – la lucha mortal del reino animal, «el fin del mundo». En los últimos rayos languidecíentes del atardecer arde, desde la luminosa cruz situada en el supremo altar de Palestina, el cumplimiento de esa voz eterna «Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo». Los elementos trabajan para el hombre por medio de las grandes construcciones de tipo técnico, los medios de transporte, la radiofonía. Éste ha comenzado a someter al mundo y, con la adquisición de la facultad de distribuir, administrar y utilizar estos valores que le han sido confiados como un regalo divino, ya no será posible el sudor de la esclavitud. Y en las últimas vibraciones del gran oficio religioso del Gólgota vemos, de este modo, que «un cielo nuevo y una tierra nueva en los que la justicia tiene su morada» comienza a aparecer. La humanidad está salvada, la oscuridad ha terminado, los hijos ilegítimos han encontrado a su padre. Dios camina de nuevo con Adán y Eva por el jardín del paraíso.


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