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Capítulo 2
Los redentores del mundo con respecto a oriente y occidente
En la Tierra había comenzado a surgir un terreno, una receptividad para esa parte del Espíritu de Dios que tiene puntos comunes con la luz y que por ello puede expresarse como «el espíritu santo»; sin embargo, es importante observar que el terreno no era de naturaleza homogénea y que la receptividad, en consecuencia, era distinta en los países de oriente que en los de occidente. «La siembra» debía pues hacerse de modo distinto, debía adaptarse a la mente, al estado de conciencia o nivel de desarrollo de las distintas partes del mundo.
      Es importante tener presente que hace muchos miles de años existió una sociedad de seres con un cierto grado de iniciación; es decir, una cierta forma de revelación del «espíritu santo». Pero esta sociedad era poco numerosa y demasiado débil para equipararse con el barbarismo circundante que dominaba y que, en realidad, era el ámbito de pensamiento fundamental y culminante de esa época. La evolución de dicha sociedad se detuvo, pero quedaron manifestaciones decisivas y fundamentales de su existencia en forma de pirámides, esfinges, templos, objetos de arte, etc. Estas manifestaciones, que naturalmente se han transformado en ruinas con el paso del tiempo, tienen para el hombre terreno de hoy día un poder impresionante, y para el ocultista iniciado centellean con la infalible claridad del espíritu santo. Esta cultura antigua dejó tras de sí ruinas de manifestación física y, simultáneamente, «ruinas» de su elevada moral y su altura cultural. Y en estas «ruinas» espirituales encontramos el pueblo de oriente, en los siglos anteriores a nuestra era. Como aquí había fragmentos del auténtico «espíritu santo», la actitud y la receptividad con respecto al nuevo impulso mundial fue algo distinta que en los países de occidente, ya que éstos vivían exclusivamente en la irradiación oscura en su forma auténtica. Los países de oriente pudieron recibir la sabiduría en una forma teorética más amplia. Pudieron aceptar la enseñanza de la reencarnación y de la inmortalidad; pudieron renunciar a los toscos deseos de tipo físico, entregarse a la meditación y a la oración. El pueblo de occidente, en cambio, no tenía ningún fragmento del espíritu santo. Aquí todo era barbarie, oscuridad y moral de asesinato. La conciencia de un pueblo tal no podía ser cambiada o convertida ni por medio de simples teorías ni por medio de un ser que no llegase a practicar la nueva moral hasta sus últimas consecuencias, no sólo en sus más finos matices sino también en sus más toscos y dificultosos detalles físicos. Estos individuos tuvieron, por ello, que ver a un practicante de dicha moral que, animado por la superioridad del espíritu santo, no conocía ningún tipo de temor ni a la tortura ni a la muerte. Tuvieron que ser testigos de un ser cuyo nivel de conciencia era el mismo, tanto en su existencia espiritual como en su existencia física. Tuvieron que ser testigos de un ser que en toda circunstancia podía mostrar al no iniciado dicho nivel de conciencia como algo real, como un hecho absoluto. Solamente de este modo podía el robusto bárbaro ser conducido a la reflexión, ser conducido a ver esa nueva forma de grandeza, de fuerza.
      Dado que los países tenían distintas orientaciones religiosas, «los sembradores» anteriormente citados fueron también de carácter distinto; fueron, en definitiva, adaptados a los distintos pueblos a los cuales cada cual fue enviado. Oriente recibió de este modo su «Buda», cuyos seguidores son hoy la mayor asociación religiosa de la Tierra, y «Mahoma», cuya multitud de partidarios tampoco es inferior en extensión. Occidente recibió en cambio, aunque de modo indirecto, a «Cristo», cuyos seguidores en el sentido físico no son, sin duda, tan numerosos; pero dicho ser es, de modo compensatorio, el modelo más fundamental – en la Tierra – de esa forma de manifestación por medio de la cual todos los linajes de la Tierra finalmente serán bendecidos, «salvados», o alcanzarán «el gran nacimiento», «la conciencia de inmortalidad» o «la existencia transfigurada». Él mostró «el grano de mostaza» que debía crecer y transformarse en un gran árbol cuyas ramas deberían alcanzar a abrazar a toda la Tierra y hacer del mundo un «cielo nuevo y una tierra nueva donde reina la justicia».
      A causa de ello intentaremos aquí, evidentemente con el mayor respeto y la más profunda deferencia con respecto a los dos redentores del mundo anteriormente citados, detenernos solamente en este origen del cristianismo – o primer gran redentor del mundo de occidente –, en este redentor de la irradiación luminosa del principio creador divino.


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