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Capítulo 15
La redención del mundo y la superstición
Con esto hemos terminado la descripción del gran oficio religioso. Hemos asistido a la más hermosa aventura de la vida real. Hemos visto un tipo de conciencia tan elevado y puro, tan angelical y lleno de amor, que se transformó en evangelio, en revelación; que se transformó en el camino particular mostrado por la divinidad a la humanidad y que conduce, fuera del dolor y el sufrimiento, fuera de la guerra y la mutilación, fuera de la superstición y la degradación, hacia la luz y la alegría, la sublimidad y la bienaventuranza; hacia una existencia transfigurada en la cercanía de Dios, hacia una permanente paz en la Tierra.
      Pero, ¿cómo ha aceptado la humanidad este evangelio sublime, este mensaje de amor?
      Hoy, mil novecientos años más tarde, a muchos les parece simplemente un «misterio». ¿Pero, es verdaderamente un misterio, un milagro, algo que no es natural? ¡No, en absoluto! Ningún acontecimiento en el mundo es más claro o puede ser más evidente. Quizá se pondrán objeciones con respecto a las materializaciones, pero lo que se puede responder es que este tipo de fenómenos son, desde hace mucho tiempo, hechos para el iniciado destacado, y solamente son negados por los individuos que aún no los han tenido dentro del ámbito de su horizonte, y por ello carece dicha negación de autoridad al margen de la posición social, o del grado de doctor o título de profesor que su autor tenga.
      Pero aunque sólo se pueda esperar que dichos fenómenos sean – a causa de que su aparición es especialmente rara en el plano terrenal – un asunto de fe para la inteligencia puramente materialista y para la mayor parte de los seres físicos, esto no desplaza, sin embargo, la posición del redentor del mundo, ya que el fundamento de su misión – misión que fue llevada a cabo de modo sobreabundante – se basa solamente en su modo de ser puramente físico; un modo de ser accesible a todo el mundo y que culmina en su más profunda humillación, que se expresa en la frase: «Padre perdónalos, porque no saben lo que hacen». La simple comprensión de esta frase por la multitud, y su puesta en práctica en la vida cotidiana, es suficiente para salvar al mundo. Pero dado que la capacidad de juicio del hombre terreno común con respecto a las materializaciones – y con respecto a «la resurrección» manifestada por medio de ellas – expresa una deficiencia tan grande como la incapacidad de juicio del hombre primitivo para juzgar la teoría atómica, estos fenómenos no constituyen, por ello, la misma «redención» del mundo sino una promesa cuyo cumplimiento es experimentado, de modo inevitable, por cada individuo como uno de los resultados principales en el camino tras las huellas de la vida salvadora del mundo. Toda negación y discusión al respecto es, de este modo, totalmente infantil y expresa la ignorancia de quien las ha originado. Pero la parte del gran oficio religioso accesible a los sentidos y a la inteligencia físicos es aquella que expresa el modo de ser del redentor del mundo desde un punto de vista puramente físico. Y teniendo en cuenta esto, ningún drama ha sido jamás representado en el mundo de un modo más público, ningún drama ha impresionado de un modo más inolvidable a los espectadores que, precisamente, el drama de Cristo.
      Dejemos al margen el hecho de que la ciencia actual quizá afirme que dicho acontecimiento es «poco científico», que no es «histórico» porque se opina que no se tienen «pruebas» suficientes de que el citado acontecimiento haya sido un hecho. Pero este conocimiento se basa sólo en una facultad de observación puramente física e imperfecta, lo cual significa una facultad de observación que solamente puede observar la materia perecedera pero, en cambio, no puede observar «las sustancias» imperecederas, las ideas o valores existentes tras dicha materia. Las materias presentes en el acontecimiento de Cristo, que la ciencia actual tiene capacidad de analizar, son las materias perecederas en las cuales los valores inmortales se hallaban envueltos, o por medio de las cuales se manifestaron. Pero como el citado acontecimiento sucedió hace aproximadamente dos mil años, y como un período de tanta amplitud supone un horizonte demasiado lejano para la mirada física, se comprende mejor el hecho de que hoy se discuta si Jesús tenía ojos azules o castaños, si tenía pelo negro o si era pelirrojo, si era hijo de una «virgen» o si José era su padre, si fue «apedreado» o «crucificado», si fue puesto en éste o en aquél sepulcro, etc.; o el hecho de que se adopte ese punto de vista tan «sumamente moderno» que dice que Jesús no ha existido en absoluto. Asimismo, se comprende que criterios semejantes, es decir, limitados, incompletos o primitivos, fomenten la superstición.
      Difícilmente existe un ser que haya sido expuesto a interpretaciones más erróneas que Jesús de Nazaret. Estas interpretaciones van desde llamarlo un hombre común e «insensato», hasta hacerlo «el yo» o espíritu de la Tierra. Esto se transforma en algo altamente desafortunado cuando este último grado de superstición, en nombre del ocultismo, es adornado con ayuda de la inteligencia y, de este modo, adquiere un lustre de mayor veracidad. Cientos de personas se dejan arrastrar por estos conceptos equivocados de grandeza. El concepto que estas personas tienen del redentor del mundo se va alejando paulatinamente tanto de lo que es natural, que les sería imposible reconocerlo si de repente apareciese ante ellos en carne y hueso. La historia se repetirá de nuevo. «Los primeros» serán «los últimos» en estar con él en «el paraíso».
      Pero las frases inmortales, los destellos del Gólgota, lucen y brillan como un hecho imperecedero muy por encima de la materia perecedera, muy por encima de todas las formas de discusión o de todo tipo de conceptos erróneos. Estos destellos, estas palabras eternas, expresan «el camino, la verdad y la vida», su imitación es «la salvación del mundo».
      Las palabras citadas son absolutamente claras y sin doble sentido. Aquí nada se basa en lo misterioso, porque no hay nada más estimulante para la superstición que lo misterioso, del mismo modo que la superstición estimula nuevo misterio y así sucesivamente. Misterio y superstición son, de este modo, una especie de «cáncer». Por ello, los redentores del mundo no desean crear nada misterioso; al contrario, ellos son fuente de luz. No obstante, cuando lo misterioso surge alrededor de un redentor del mundo se debe generalmente a las ideas fantásticas o radicales de seguidores primitivos sobre la auténtica grandeza; o bien a interpretaciones erróneas de la misma que dichos seguidores le confieren con su amor inculto y carente de sensatez, y mediante lo cual en cierta manera – aunque al margen de sus deseos – todavía lo mantienen «clavado en la cruz».
      Estas ideas o interpretaciones erróneas, por el hecho de que en mayor o menor grado son contrarias a lo que es natural, crean indignación y discordia entre los diversos grupos de seguidores o sectas, ya que algunos pueden comprender que se trata de interpretaciones anormales, mientras que otros las aceptan como válidas. Además, con mucha frecuencia y con respecto a personas ajenas a estos grupos o sectas pero de una gran inteligencia, estas ideas representan un impedimento o muro que se levanta entre ellas y el redentor del mundo, porque no pueden creer en algo que precisamente están en condiciones de reconocer como contrario a las leyes de la naturaleza a pesar de que carecen de la facultad de reparar por sí mismos en la auténtica verdad. De este modo, se mantiene a muchas personas alejadas de la auténtica verdad sobre el redentor del mundo y su mensaje; en muchas ocasiones, incluso, los que los mantienen alejados son – aunque de modo inconsciente – sus propios sacerdotes, discípulos y defensores. Si se considera el modo de ser de la mayor parte de la humanidad a la luz del destello salvador del mundo del Gólgota: «Padre perdónalos porque no saben lo que hacen», y se compara con la manifestación práctica por parte del redentor del mundo de esta misma frase con respecto a sus enemigos y adversarios, se experimenta la sensación de que el mundo aún está muy lejos de estar «salvado».
      El hecho de que la humanidad haya vivido tanto tiempo con los destellos del Gólgota, y aún le falte tanto para estar en relación con ellos, se debe precisamente en su mayor parte a la superstición. En virtud de ésta, poco a poco, el concepto sobre el auténtico redentor del mundo se desvió hacia tipos de pensamiento egoístas, y fue víctima de la ilusión de que dicha salvación consistía en algo tan simple como el rezar por el perdón de sus «pecados» y sus malos pasos. Esto hizo que, rápidamente, el individuo se «salvase» en virtud de «la gracia de Dios» y «la sangre de Jesús», lo cual equivale a ser dispensado de la repercusión de los malos pasos o de esa injusticia que eventualmente se haya cometido contra otros seres. Ese modo de ser de filiación divina se fue ignorando poco a poco, como algo que solamente podía ser manifestado por Jesús, «el hijo unigénito de Dios», o por un dios; pero que jamás iba a poder ser practicado por el hombre de la Tierra. En virtud de la manifestación de esta idea desesperante, no se creía en las buenas obras, en el diáfano modo de ser como base para la salvación de la humanidad. Y a pesar de las explícitas palabras del hijo del hombre: «Así haced vosotros con los demás lo que deseáis que ellos hagan con vosotros», «Vuelve tu espada a su vaina, porque quién a espada mata, a espada muere», «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios», «Él dará a cada uno según sus obras», etc., el hombre fue objeto de la creencia en «la gracia» y «el perdón de los pecados». Esta creencia, sin embargo, sólo podía tener una naturaleza que minaba o debilitaba, sólo podía transformarse en una especie de «colchón» en el que el interés del individuo por ese modo de ser verdaderamente redentor del mundo durmió durante siglos y en el que hoy, en gran parte, aún duerme.
      Y el hecho de que una cultura mundial construida sobre una tergiversación tal – o sobre una interpretación errónea de la irradiación redentora del Gólgota – no ha podido ni podrá jamás perdurar o llegar a ser perfecta es una consecuencia inevitable de esto. La sucesión de guerras, revoluciones, desgracias, cierres patronales y huelgas; la miseria, la pobreza, «los delitos», el dolor y la enfermedad, son también las realidades inevitables que el citado «sueño» ha llevado en su resaca. Es el tributo que la humanidad debe pagar cuando intenta vivir cómodamente al margen de su responsabilidad, o de las consecuencias de sus actos poco claros. Es el evidente discurso de Dios a la humanidad sobre el manejo erróneo del timón de la cultura. Es el testimonio viviente de la identificación de ese modo de ser de filiación divina con «el camino, la verdad y la vida».


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