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Capítulo 14
El enviado de Dios se encuentra con sus amigos y regresa a su Padre
La aflicción entre los amigos y discípulos de Jesús a causa de la pérdida de su maestro era muy grande. Pero el hecho de que él les había explicado que al tercer día iba a resucitar les produjo un cierto consuelo. «María Magdalena», una de las mujeres de entre los discípulos de Jesús, fue quien debió encontrar al maestro en primer lugar, porque su fidelidad y su esperanza con respecto a esta promesa alcanzaban un grado muy elevado, el más elevado de entre los discípulos. María Magdalena era una antigua prostituta a la que el amigo de «los pecadores y de los afligidos» – con el limpio juicio de su sabiduría divina: «Quien no tenga pecado que lance la primera piedra» – había salvado de la muerte por lapidación. El maestro la había salvado de la consumación del juicio pronunciado por aquellos que eran tan culpables como aquellos a los que culpaban. Ella jamás lo olvidó. Desde el momento en que sus verdugos, debilitados por el juicio de Jesús, uno tras otro desaparecieron sin juzgarla; desde el momento en que su voz llena de amor «Yo tampoco te condeno» sonó en sus oídos, María Magdalena comprendió que se trataba del «redentor del mundo», y desde entonces lo siguió fielmente.
      Fue a primera hora de la mañana, tras el sabbat, cuando se dirigió con su dolor y su esperanza al sepulcro. Pero le sucedió lo que les sucede a todos los supervivientes que regresan al sepulcro de un difunto, lo encontró vacío. «Los muertos» no están en sus sepulcros. Tienen una residencia mucho más diáfana. Se hallan en «el vestíbulo» del reino de Dios. Están en «el cielo». Fue por ello que nadie encontró a Jesús en el sepulcro. Éste, sin duda, había hecho una excepción y poco antes había «pasado» por el sepulcro, pero esto fue solamente para demostrar, ante los guardianes de la muerte, la inmortalidad de la vida, la eternidad del espíritu. Y durante los pocos segundos que duró esta revelación, el sepulcro no fue ningún sepulcro, sino un sol, una luz brillante, una puerta hacia «el cielo» que fue abierta para que el enviado de Dios pudiera salir, pudiera regresar al mundo físico.
      La primera persona que el redentor del mundo encontró tras este viaje resplandeciente – viaje en el sentido exacto de la palabra – a través del sepulcro hacia la Tierra física fue María Magdalena. En su dolor y su decepción, ante el vacío del sepulcro, ésta no alzó la mirada y, por tanto, no pudo presentir quién tenía ante ella. Pero cuando oyó pronunciar su nombre, «María», por esa voz conocida y amada que se había arraigado de modo tan profundo en su mente y en sus pensamientos, su mirada, como un rayo, se dirigió hacia el redentor resucitado. Sin presentir que este cuerpo, en el cual el redentor del mundo se mostraba, no era ese cuerpo físico que él había tenido anteriormente sino una copia momentánea de éste, una materialización de materia espiritual que estaba bajo el control de su voluntad; y sin presentir que esta copia, tras el reciente acontecimiento en el sepulcro, tenía un grado de vibración tan elevado que cualquier contacto físico encerraba peligro de muerte, alargó su mano hacia la del maestro y quiso besar sus vestiduras. Pero éste le llamó la atención sobre el peligro y le advirtió que no lo tocase. Simultáneamente, le explicó que «aún no había ido hacia su Padre, hacia el Padre de la humanidad, hacia su Dios, hacia el Dios de la humanidad», y que por ello, durante un corto tiempo, se encontraba en una zona o esfera desde la cual podía hacerse visible de modo material para los sentidos físicos. Con la promesa del maestro de que los amigos y discípulos, todos sin excepción, iban a poderlo ver una vez más en un lugar de Galilea que se les indicaría, María se dirigió apresuradamente y llena de alegría hacia «los hermanos» con la buena nueva. Pero Jesús se mostró sucesivamente a varios de sus amigos, para finalmente reunirse con todos.
      Un atardecer, mientras todos estaban reunidos en el lugar indicado por Jesús y «las puertas estaban cerradas por temor a los judíos», sucedió que en medio de la sala comenzó a brillar una luz blanca con extraños matices azulados. Estos matices tomaron poco a poco formas más y más permanentes y, ante las miradas ansiosas de los reunidos y para gran alegría de todos, se fueron transformando poco a poco en los conocidos contornos, detalles y expresiones de Jesús. La alegría fue todavía mayor cuando la luz blanca se disipó y la figura de su querido maestro, en persona y con los brazos levantados, se dirigió hacia ellos, y la voz conocida sonó en sus oídos: «La paz esté con vosotros». Tras este sublime saludo, y tras haber convencido a los más incrédulos de la continuación de su existencia, les explicó su misión, su pasión y muerte, su resurrección, su materialización; los estimuló también en el gran mandamiento del amor, y les encargó dirigirse al mundo e instruir sobre su vida y su modo de ser a «todas las naciones, a todas las criaturas».
      Finalmente, y tras haber respondido una vez más a sus preguntas, tras haberlos alentado y consolado en sus asuntos personales y en sus preocupaciones, acercó su mejilla – por última vez en el plano físico – a cada uno de sus leales amigos. La luz blanca comenzó de nuevo a vibrar, y en este brillo creciente la asamblea vio al redentor del mundo por última vez. Su amada figura se perdió a lo lejos y se hizo una con la luz. El enviado de Dios había regresado a su Padre. Pero más allá de la asamblea, más allá del mundo, de los continentes y los océanos, más allá de los bosques y las llanuras, más allá de los oasis y los desiertos, más allá de los países y las ciudades, más allá del futuro hasta nuestros días; más allá de fábricas, rascacielos y casas funcionales, más allá de zonas de guerra, revoluciones y campos de batalla; a través de la guerra y la paz, la luz blanca condujo el último saludo amoroso del hijo del hombre a los hombres de la Tierra: «Yo estaré con vosotros siempre, hasta la consumación del mundo».


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