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Capítulo 10
Los sacerdotes tienen miedo y doblan la guardia junto al sepulcro de Jesús
En Jerusalén reinaba una gran confusión. La crucifixión del Nazareno no tuvo el éxito esperado. Los sobrecogedores sucesos acaecidos, la puesta de sol, el terremoto, los rayos y truenos que acompañaron el acontecimiento de filiación divina, habían dejado un estado de ánimo agobiante entre «el pueblo elegido de Dios». Jerusalén estaba envuelta en una niebla de incertidumbre. El espíritu santo de Dios ya había comenzado a vibrar en muchos cerebros y el presentimiento de que posiblemente se trataba del mesías prometido que se había manifestado comenzó a arraigar por doquier. Los verdugos de Jesús sufrían los mismos tormentos que otros asesinos; es decir, el temor al descubrimiento del auténtico análisis de los acontecimientos, el temor al cambio de estado de ánimo del pueblo en favor del hijo del hombre, el temor a la destrucción de su propia posición sacerdotal. Sí, temían incluso al cuerpo inanimado de filiación divina y, por ello, doblaron la guardia junto al sepulcro. Los restos del hijo del hombre estaban envueltos en una coraza de piedra de medio metro, completada con un cinturón de fuerzas militares romanas vestidas con hierro y acero.
      Pero, más allá de todo esto, el redentor del mundo se preparaba para mostrarse, una vez más, en el plano físico. Una última gran onda de luz desde Judea – desde el gran oficio religioso – iba a empezar a emitir más allá del mundo material. La inmortalidad de la vida, incluso en el plano físico, iba a revelarse para sus leales amigos.


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