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Índice de El misterio de la oración   

 

 
Capítulo 8
La misión definitiva de la oración en su forma verdaderamente divina
Con esta visión tan clara o clarividencia sobre la situación de la persona que ora se nos han dado las condiciones para poder comenzar a ponernos en contacto con la voluntad de Dios en nuestra oración. Esta situación sólo puede dar lugar al hecho de que o bien pedimos en nuestra oración «favores a Dios», que en sentido cósmico es, por su parte, lo mismo que pedir ser favorecidos, pedir convertirnos en uno de sus «elegidos» especiales, tener la gracia de este ser todopoderoso, y nunca en toda la eternidad seremos «escuchados», o bien estamos sintonizados al cien por cien con la voluntad divina y vivimos de manera correspondiente desde la mañana hasta la noche en eterno «ser escuchados». Por lo tanto, la estructura más profunda y el fundamento soportador de la oración es que ninguna oración que quiera provocar el cumplimiento de un deseo de un favor o gracia especial por parte de la Divinidad puede ser «escuchada» o atendida. Del mismo modo que sólo cada oración que únicamente dé lugar a la satisfacción del deseo de que la voluntad divina con el propio ente suceda al cien por cien puede ser totalmente «escuchada» o satisfecha. En el mismo grado en que la persona que ora no esté en contacto con esto, su oración será algo que estará en desarmonía con la voluntad divina y quedará sin cumplimiento. En caso contrario, los deseos o la voluntad más primitiva del hijo de Dios o del que ora se cumplirían, y la voluntad altamente intelectual, fomentadora de amor universal de la Divinidad tendría que detenerse, y el universo y, por consiguiente, la vida tendría que dirigirse a su ruina.
      ¿De qué sirve entonces el gran principio eterno de la oración? Cuando el ser, que en su oración pide la satisfacción puramente egoísta de deseos, porque le parece que esta satisfacción es la única felicidad necesaria y apetecible para él (ella), no es escuchado, ¿de qué sirve, así pues, la oración de este ser? Y cuando el hecho de «ser escuchada» sólo puede tener lugar cuando expresa deseo de que la voluntad de Dios se cumpla satisfactoriamente, esa oración no es necesaria, porque esta voluntad es, claro está, en todos los casos el resultado que vence en cada situación y así cumple el deseo del que ora. ¿Qué hay entonces que pedir en la oración?
      ¿No sucede aquí que la oración aparece como totalmente innecesaria? No, al contrario. Es aquí, precisamente, que la oración empieza a mostrarse en su verdadera forma divina, en la forma que es su misión final, a saber, como «una viva conversación o correspondencia cotidiana con la Divinidad». Aquí revela, claro está, que lo que antes hemos conocido de su naturaleza sólo era su estado fetal, su zona inicial. Mientras la oración se manifieste como un deseo egoísta, sólo es todavía idéntica al grito de angustia del «animal» en la selva, aunque en el hombre terreno se muestre, bien es verdad, en «forma de palabras cultivadas». La relación entre la persona que ora y la Divinidad es, en realidad, lo mismo que la relación entre el pequeño bebé en la cuna y su madre. La única manera de dirigirse a la madre que este pequeño y tierno ser conoce es «el grito» y «el lloro», cuando le sucede algo desagradable. Lo «desagradable» es, por lo general, algo de primera necesidad y natural, tal como hambre, higiene y cosas parecidas. Aquí es «un aviso», un grito, una oración a la madre, que, claro está, es el ángel de la guarda del niño en su situación todavía desamparada. Un grito así o una oración así a la madre o a otros, que hagan las funciones de madre, no se puede considerar «egoísta». Al contrario, el grito es el único medio a través del cual él puede estar en contacto con la voluntad divina, es decir, su cuidado y atención propia de primera necesidad. Sin gritos, lloros o gemidos no podría, claro está, recibir la asistencia de estos seres, que es necesaria para la continuación de su vida física.
      Normalmente una oración así es, por consiguiente, «escuchada». Pero cuando el niño ha crecido, cuando puede empezar a pensar, comprender y hablar en la zona física, puede tener deseos o anhelos que no forman parte de las cosas de primera necesidad, es más, que quizá sean perjudiciales para los otros seres. Tales deseos y anhelos son egoístas y, por consiguiente, no manifiestan la voluntad divina. Esta voluntad se manifiesta, en cambio, a través de la educación sana, que, precisamente, da lugar a una lucha contra la satisfacción de estos deseos, por mucho que el niño llore, gima y se queje por el hecho de no ser «escuchado». La relación del hijo de Dios con Dios es exactamente igual. Todos los deseos de primera necesidad o naturales, tales como hambre, sed, etc., y sin los cuales sería imposible mantener la vida cotidiana, no son egoístas y, por lo tanto, están en contacto directo con la voluntad divina. Si han surgido obstáculos o impedimentos para su satisfacción, sólo puede ser bueno entrelazarlos en la oración de uno. Pero todos los deseos, que no son de primera necesidad y sólo pueden satisfacerse a base de una mayor o menor destrucción de la vida y salud de otros seres, son «egoístas» y, por consiguiente, no están en contacto con la voluntad divina. Entrelazarlos en la oración es suplicar que «se escuche» algo contra lo que «la educación» de la Divinidad o el orden universal divino quiere luchar.
      Del mismo modo que en la relación del ser con su madre o sus padres pueden surgir muchos deseos que los padres no pueden cumplir, la relación del hombre terreno con la Divinidad, o su oración también puede mostrar muchas «oraciones» o deseos que la Providencia no puede satisfacer. Es cierto que para el hombre corriente puede ser difícil distinguir entre los deseos falsos y los verdaderos o naturales. Pero, con respecto a esto, la Providencia nos ha dado su mano en ayuda por medio de la redención del mundo y ha regalado a la humanidad la oración «Padre nuestro». Esta oración, como voy a mencionar aquí, es una oración cósmica y está totalmente en contacto con lo que la propia voluntad divina desea realizar con respecto a la propia actitud del hijo de Dios para con el universo, la vida y la Divinidad.


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