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Índice de El misterio de la oración   

 

 
Capítulo 7
El misterio de la oración sólo se revela por medio de la falta total de egoísmo
Una existencia, en la que la facultad de la inteligencia no puede garantizar la verdadera felicidad y en la que florecen el dolor y el sufrimiento, revelará en tal grado una pobreza mental que el ser intuitivamente siente una añoranza de la Divinidad. Pero esta añoranza no es un fuerte deseo de jugar exteriormente un gran papel en la casa del Padre, de ser «el hijo de la casa» o cosas parecidas. El deseo está totalmente desprovisto de vanidad. No, en su humillación «el hijo pródigo» llegó a amar tanto a su Padre celestial, que simplemente ser el más humilde servidor o jornalero de este Padre era la felicidad perfecta de la vida o el más ardiente deseo de este hijo. Y el misterio de la oración comenzó aquí a revelarse verdaderamente por primera vez. Mientras el creyente fuertemente religioso manda sus fervientes oraciones hacia arriba allende los cielos, a un radiante ser imaginario, y espera la intervención milagrosa de este ser en este o aquel campo a favor del cumplimiento de la oración, la actitud del «hijo pródigo», que ha regresado, sólo es que no su propio deseo, sino el del Padre se cumpla. Que desee ser «jornalero» y no «hijo de la casa» muestra, claro está, que no ha regresado para «dejarse servir», sino para «servir».
      No es tan extraño que el Padre se alegrase y preparase un banquete para este hijo, del mismo modo que tampoco es tan extraño que el otro hijo se sintiese ofendido por la alegría y el banquete del Padre ante el regreso del hijo. Se trata nada menos de los dos contrastes de la vida que colisionan en la mentalidad de los dos hermanos. La vida muestra de nuevo el análisis de la relación del ser vivo con la Divinidad. Esta relación es, naturalmente, ante todo la base que soporta la actitud del ser con respecto al hecho de orar. El primero de los dos hermanos, el que había vivido en la casa del Padre todo el tiempo y, por consiguiente, todavía no había probado estar alejado de la casa paterna y no había vivido la humillación, no tenía la facultad de la humildad. Su única actitud era la de servirse a sí mismo. En virtud de esto se enojó cuando vio que el regreso del hermano pobre y andrajoso tenía que celebrarse con un banquete y que este pordiosero iba, de este modo, directamente a ser honrado. Sintió que directamente le quitaban algo, sí, que este honor le correspondía a él, porque lealmente se había quedado en la casa del Padre. Aquí vemos muy claro que mientras en la casa del Padre nada iba en su contra, es decir, mientras no había descubierto que el padre podía mostrar tanta simpatía y amor hacia el hermano «indigno» como hacia él, el digno, había sido feliz en su relación con el Padre. Pero ahora llegó la colisión. ¿Y no creen que esto fue el comienzo de una ruptura con el Padre que implicaría que ahora era el turno de este hijo de abandonar la casa paterna? No había comprendido ni aprendido que el amor, que es lo mismo que la justicia absoluta, no es nada que sólo se dé como un premio por esto o aquello. De la misma manera que el sol brilla tanto sobre el injusto como sobre el justo, el amor también es algo que tiene que surgir de nosotros brillando tanto sobre el delincuente, el andrajoso, el pordiosero como sobre la Divinidad, el redentor del mundo o todos aquellos que tienen nuestro favor o gracia. Mientras deseemos ser recompensados de una manera especial con el amor de la Divinidad por algún acto y aún no hayamos descubierto que este deseo no será colmado, podemos fácilmente estar satisfechos de nuestra relación con esta Divinidad. No consideramos que haya ningún motivo para abandonar «la casa paterna» y caminamos de acuerdo con nuestro propio concepto de justicia. Favorecemos a todos aquellos que tienen nuestro favor y damos un puntapié a los que no nos gustan, de la misma manera que esperamos grandes beneficios o ventajas de aquellos que hemos favorecido y pensamos que es totalmente injusto que aquellos a quienes hemos dado un puntapié nos persigan.
      Lo que sucede aquí es que el hijo es el mayor contraste al Padre, lo que sucede aquí es que capitulamos en el manejo o dirección de nuestra propia vida o en la creación de nuestro propio destino. Lo que sucede es que descubrimos que el amor no es una mercancía. No puede adquirirse como pago por favores. Es más, ¿no ha sucedido que los seres que han recibido nuestro favor a veces se han convertido en nuestros perseguidores? El amor es el fuego radiante del interior de la propia Divinidad que lo ilumina todo y a todos, sí, es el espíritu más íntimo y la fuerza más profunda del universo que todo lo sustenta. Es la vivencia de la Divinidad por el hijo de Dios. Y esta vivencia es tan inmensa que todas las posibles fuerzas o fenómenos existentes de la vida o del universo sólo pueden ser sus detalles secundarios, su materia, sus órganos e instrumentos. Es el principio, la culminación y el fin de cada cosa, es su alfa y omega. Que una fuerza tan penetrante y que todo lo domina o una profusión eterna de luz no puede debilitarse ni incrementarse por la negación o la aceptación de su existencia por un hijo de Dios es tan evidente como es evidente que la luz del sol no depende en absoluto de lo que este o aquel hombre terreno piense de su naturaleza. Este despliegue de amor luminoso del Padre, que no depende de una adoración previa ni de favores, o dicho brevemente, su identidad con la falta total de egoísmo es lo que el hijo que estaba en casa no podía comprender o concebir. Pero el hijo que había regresado había comprendido lo que significaba, el valor que tenía. Con la creencia en su propio fariseísmo había impedido que le llegasen sus rayos y, así, había visto cómo la vida perdía su resplandor, se convertía en la humillación y la capitulación que le mostró que todo en la casa del Padre era perfecto, incluso la existencia como el más insignificante trabajador o jornalero del Padre tenía una perfección luminosa, deseable. El camino de regreso al Padre fue, de este modo, la luz resplandeciente que todo lo ilumina. ¡Pero imagínense si el Padre lo hubiera echado fuera a la oscuridad! Sí, entonces el Padre habría tenido el favor del primer hijo. Pero así a este hijo le habría sido imposible descubrir su propia falta o desarmonía con la ley del amor, y el otro hijo se habría hundido fuera en un cenagal y un lodazal mental de humillación.
      El primer hijo no habría conocido la verdadera naturaleza de su Padre, y el otro hijo se habría visto obligado a ver un monstruo mental en su Padre, peor que los ladrones y bandidos que había encontrado fuera, en las zonas sombrías de la vida. El acontecimiento se desarrolló de una manera muy distinta en virtud de que el puro amor no depende de aspectos claros ni de aspectos oscuros. El Padre eterno satisfizo el deseo de su hijo querido de volver y estar con él con la misma afectuosidad con que, a su tiempo, había satisfecho generosamente el deseo del mismo hijo de recibir su herencia y obtener el permiso de viajar lejos de la casa paterna. ¿Y fue una desgracia que satisficiera el deseo de este hijo de viajar? ¿Fue una desgracia que no satisficiera el deseo del primer hijo de ignorar al hijo que había regresado y no hacerle de ningún modo honores ni ningún convite? ¡No! ¿No habría sido, precisamente, una desgracia para los tres si lo contrario hubiera tenido lugar? Es verdad que el primer hijo se habría quedado en casa del Padre y, de este modo, nunca habría podido experimentar el trasfondo de oscura humillación que iba a hacer posible que viera la inmensa grandeza del Padre. El primer hijo no habría tenido nunca la oportunidad de descubrir que su concepto de justicia era distinto al del Padre. No habría surgido ningún fundamento para que se crease en él el deseo de abandonar al Padre. La desarmonía o disconformidad, que ahora no puede de ninguna manera eliminarse sin que la opinión o idea que el hijo tiene sobre la justicia con respecto al hermano que ha regresado llegue a ser una con la del Padre, habría sido imposible que surgiese. Y para la dignidad divina del Padre una actuación así sería catastrófica. Su identidad como sol del amor, eternamente centelleante, se habría visto bastante ensombrecida. Los dos hijos de Dios no habrían tenido nunca, en toda la eternidad, la posibilidad de experimentarse a sí mismos de una manera consciente como uno con este Padre y con su radiante profusión de luz, uno con su espíritu y conciencia. Aquí hay algo que pensar para aquél que desea dirigirse con su oración a este Padre.
      Con esto hemos puesto en claro la relación entre el Padre y el hijo, que en este caso quiere decir entre la Divinidad y el ser vivo o el que quiere dirigir su oración a Dios. La persona que ora tiene que ser el hijo que regresa o si no tiene que ser el que aún no se ha alejado del Padre. A cuál de las dos categorías pertenece esta persona se ve exclusivamente por su oración. Si de esta oración irradia el deseo de recibir fuerza y energía para reparar todo lo que se ha infringido, el deseo de poder bendecir todo lo que se ha maldecido, de poder ser una alegría y una bendición para todo y todos o de poder seguir de todas las maneras posibles la voluntad absoluta de la Divinidad antes que la propia, y cuando al mismo tiempo esta oración está empapada de un fuerte sentimiento de agradecimiento por todo lo que se le ha permitido experimentar y vivir a uno, y puede ver el amor divino, tanto en las vivencias o experiencias oscuras como luminosas que la vida le ha ofrecido, entonces se es idéntico al hijo que ha regresado. Entonces se ha alcanzado la sabiduría, la clarividencia cósmica o el gran nacimiento, el acceso a la esfera o zona propia de la Divinidad. Aquí la actitud se concentra en un sola cosa: «Que se cumpla tu voluntad y no la mía». Y con esta actitud, la persona que ora se ha convertido, por medio de su oración, en colaboradora de la Divinidad.
      Si con la oración deseamos liberarnos de algún contratiempo, liberarnos de algo oscuro, de alguna molestia, o si de alguna manera sólo estamos llenos al cien por cien del deseo de que se cumpla nuestra propia voluntad, entonces estaremos altamente insatisfechos si la Divinidad no atiende este deseo. Nos encontraremos en mayor o menor grado abandonados o tratados injustamente por ella. Incredulidad, antipatía, sí, quizá incluso enojo contra la Divinidad o todo lo que se denomina «religiosidad» llenará en una situación así nuestra conciencia. Nos haremos cada vez más la ilusión de que el destino de otros muchos seres es favorecido por la Providencia o Divinidad. Nos parecerá, incluso, que podemos constatar que estas personas no son tan fieles cumplidoras de sus deberes ni tan sacrificadas como nosotros hemos sido con la Divinidad o Providencia. Sí, estos semejantes nuestros quizá ni siquiera se dirigen con su oración a Dios o bien quizá se burlan directamente de nosotros porque nos dirigimos a este ser, y sin embargo estos seres reciben todos los bienes de la vida: salud, riqueza, poder y gloria, mientras nosotros opinamos que la Providencia nos trata bastante desfavorablemente por lo que respecta a estos bienes. ¿No es fácil ver que, en este caso, somos el hijo que estaba en casa que entra en conflicto con el Padre en torno al otro hijo? Estamos llenos del deseo de bienes con los que ahora el Padre favorece al otro hijo. ¿Pero qué clase de bienes son aquellos que el otro hijo disfruta en un estadio determinado? ¿No se trata, precisamente, de «la herencia paterna» recibida? ¿No son, precisamente, estos bienes los que este hijo más tarde malgastó y, de este modo, en la oscuridad de la humillación estuvo en condiciones de ver la radiante perfección o gloria divina de su Padre? ¿No se ve claramente que somos bastante incomprensivos por lo que respecta a la voluntad de Dios tras «los bienes»: La transformación del hijo en «la imagen y semejanza de Dios»? Creemos ni más ni menos que ya estamos en esta parábola y no tenemos ninguna idea de que estos «bienes» son el fundamento de la humillación y, por consiguiente, sólo son un «medio» para llegar al esclarecimiento divino de la conciencia o contacto perfecto al cien por cien con la Divinidad. Creemos que son «los favores» de la Divinidad y, por consiguiente, que son «el objetivo» final de la experimentación de la vida. Y por esto nos disgustamos y nos creemos tratados injustamente, cuando vemos que la Providencia concede a otros estos «favores», que no son en absoluto «favores» en el sentido cósmico. Son exclusivamente instrumentos, medios sin los cuales a ningún ser le sería en absoluto posible entrar en contacto espiritual con él mismo y, por consiguiente, con la Divinidad o Providencia. Es este primitivismo mental o pobreza espiritual, que nos lleva a adorar o dedicarnos al «medio» en vez de al «fin», lo que la Divinidad puede hacer desaparecer de nuestra conciencia a través de la humillación.


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