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Índice de El misterio de la oración   

 

 
Capítulo 5
La colisión de la inteligencia con los dogmas religiosos da lugar a la incredulidad
¿Quiénes son «los incrédulos» y por qué son «incrédulos»? «Los incrédulos» son, claro está, todos aquellos que no pueden creer. Y que no puedan creer se debe exclusivamente a la circunstancia de que su facultad de la inteligencia está demasiado desarrollada en relación a la terminología religiosa, en la que encuentran relatos sobre lo divino. Hay que recordar al respecto que, en la terminología de las religiones autorizadas, estos relatos se basan principalmente en «la creación de un estado de ánimo». Con su naturaleza estimuladora de ceremonias sólo están preparadas para crear estados de ánimo dichosos en la vida de la conciencia del individuo. Y aquí esta forma de culto religioso tiene una gran misión. Pero está condicionada exclusivamente por «la fe». Esto quiere, a su vez, decir que, para poderse beneficiar de su naturaleza portadora de felicidad y alegría, hay que tener una facultad de la inteligencia tan poco destacada en el terreno religioso que uno no tenga la más mínima exigencia con respecto al hecho de comprender «los caminos de Dios» y, por consiguiente, pueda satisfacer toda su necesidad religiosa por medio de ceremonias, sermones edificantes, cantos y sonido de órgano, decoraciones religiosas, incienso, altares iluminados, sacristanes y monaguillos con trajes religiosos. Todos estos fenómenos crean un cierto aire sublime que contrasta con los fenómenos de la vida cotidiana, con sus enfermedades y pobreza, sus contratiempos para la mayor parte de personas. Que la sensación de este contraste sublime tiene que actuar como un ambiente de fiesta en la mente sensible, es algo natural. Y el único impedimento para que pueda ser elevada mentalmente, pueda entusiasmarse es, precisamente, «la incredulidad». Lo que sucede es que en el mismo grado en que la inteligencia se desarrolla, cosa que tiene lugar de manera especial por medio de toda la enseñanza escolar moderna, en todos los campos, que está en creciente desarrollo, crea las ganas o el deseo de «saber» en el campo religioso, especialmente porque la terminología religiosa en muchos campos entra totalmente en colisión con lo que, por el momento, se puede investigar o sobre lo que se puede reflexionar con la inteligencia. Y esta colisión de la inteligencia con los dogmas o concepciones religiosas heredadas del pasado es, precisamente, lo que hace imposible creer en estos dogmas. Y como la facultad de la inteligencia en cuestión es, no obstante, demasiado pequeña para que el individuo por este camino pueda solucionar él mismo los problemas religiosos o los hechos eternos más grandes de la vida, estos resultados van siendo poco a poco eclipsados por todos los otros muchos problemas cotidianos, corrientes, y que condicionan directamente la vida, que es capaz de solucionar con su inteligencia. Que su interés por lo puramente material se desarrolle al mismo tiempo que su interés por los altos hechos citados, que se encuentran fuera del campo de su inteligencia, disminuye, es algo natural. Aquello, de lo que uno se ocupa, se desarrolla en la propia conciencia, mientras que lo contrario sucede con aquello de lo que uno no se ocupa. Y el resultado de este desarrollo de la inteligencia o actitud mental del individuo tiene, necesariamente, que ser un materialismo o ateísmo muy acentuado.
      Como se ve aquí, este estado mental es, de este modo, un estado de conciencia igual de natural que el religioso. «La incredulidad» es igual de natural que «la fe». Si «la incredulidad» es «pecaminosa», «la fe» es igual de «pecaminosa». «El incrédulo» no puede tener influencia sobre su estadio mental, del mismo modo que «el creyente» tampoco puede tener influencia sobre el suyo. Su estado mental o actitud es, así pues, para ambas partes un fenómeno que se encuentra totalmente fuera de su voluntad ejercida con conciencia diurna. Ninguno de ellos puede decidir si quiere creer o no, del mismo modo que tampoco puede decidir si quiere tener ojos castaños o azules. Que una divinidad tuviera, por consiguiente, que considerar a una de estas partes como «pecadora» y «castigar» a este ser con un terror o un tormento, para el que eternamente no existe ninguna «salvación», al mismo tiempo que considera a la otra parte como «santa» o «salvada» y la favorece con una existencia con gloria y alegría igual de eterna, es una idea que es suficiente para quitarle al ser inteligente toda facultad de ver la terminología religiosa autorizada como expresión de la verdad y la justicia absoluta.


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